La primera vez que maté
lo hice solo por accidente, no por gusto, eso llego años después.
La mujer cruzó en la
mitad de la calle sin mirar, debería
haberlo hecho por la senda peatonal y eso marcó su fin.
Menos mal que el cinturón de
seguridad siempre lo usaba, si no habría salido despedido por el parabrisas. No
iba rápido, lo que marcaba la ley para las avenidas. Esta mujer tuvo la mala
suerte de continuar con la maldita costumbre de los argentinos, creerse dioses.
Cruzan por donde quieren, no siguen las leyes de tránsito, si quieren ponen luz
de giro. Bueno, podría decirse que esta mina, no era Dios.
Cuando bajé del auto
aturdido por el golpe del cinto, solo podía ver como si fueran diapositivas, me
costaba enfocar bien la visión. Así que me senté en el borde de la plazoleta
que delimitaba la acera.
Ahí recién la vi. La
sangre goteaba de sus dedos, de sus piernas torcidas sobresalían los huesos,
rotos por el golpe. Si multiplican la velocidad por la masa del auto, sabrán
que solo un milagro permite que alguien sobreviva luego de tal golpe.
De su oído derecho
goteaba sangre mezclada con algo gris, luego me di cuenta que era su cerebro
licuado por el golpe de su cabeza en el suelo.
Testigos tiempo después
declararon que la vieron rebotar con su cabeza varias veces en el pavimento,
por suerte ellos mismos también fueron los que declararon a mi favor, ya que ella cruzo
en donde no debía y sin mirar. Y así le fue.
Hasta el día de hoy
recuerdo como si fuera ayer este accidente, que me marcó de por vida y que creo
firmemente, que me hizo quien soy ahora.
Aún siento el olor de la
sangre en mi nariz.
Y ese olor, me corrompe,
me convierte en la peor de las pesadillas. En la soledad fantasmal hecha carne,
en la necesidad que tiene el universo y el destino en causarle dolor a las
personas. Me convertí en un monstruo. En una sombra.
En un asesino serial.
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