miércoles, 1 de agosto de 2018

CAPITULO 16 HOLA!

Como ya había contado antes, tenía competencia. Ese encuentro en el lago no podía ser fortuito o algo causado por el ardor de una pelea. El corte era hecho con algo tipo bisturí y el tajo era perfecto. Aún recuerdo las tripas intactas, sin tajos ni perforaciones. Me quedaba solo investigar si habían sucedido desapariciones o muertes extrañas, dejando de lado las producidas por mí. Así que me tomé una pausa, digamos un descanso obligado de mis apetitos mortales para ahondar en mis investigaciones. Un par de meses leyendo causas policiales y las de fiscalía en tribunales no llevaba a nada. O era más perfecto que yo en las ejecuciones, o simplemente fue una casualidad aquella vez. Pero algo había en mi interior, que me decía, más bien me insinuaba en el fondo de mi cabeza que no fue “aquella vez”. Y también me sentía observado, más allá de la paranoia normal que lleva encima un asesino serial, juicioso y pragmático que sospecha de hasta su propia sombra.
Tenía que encontrar la forma de hacer salir a escena a mi contrincante, que para ese momento no lo consideraba un enemigo, si quisiera matarme lo habría hecho ese día que estaba lastimado y sorprendido, debilitado. Yo creía que de estar en su lugar, tampoco lo entregaría, denunciarlo sería traer todas las miradas a uno mismo. ¿Quizá buscaba competir?
Había una sola forma de saber si aquel asesino existía como tal y si estaba pendiente de mí. Si fuera así él tenía la ventaja de conocerme, yo no. Esa forma era, matando otra vez.
Así que me tomé un tiempo para pensar muy bien la movida, como si fuera ajedrez a distancia, tenía días, semanas incluso meses para hacer mi movida, y quien sabe cuánto tiempo para pensar su movimiento.
El hombre caminaba por el sendero pocos metros detrás de una joven absorta por la música que escuchaba en sus auriculares. Apuró el paso, miró a su alrededor para ver que nadie más anduviera por ahí. Era una tarde fría de junio en la que muy poca gente salía a caminar la montaña. Estando a pocos metros de la chica saca del bolsillo de su campera un pequeño cuchillo y acelera más el paso. En ese momento siente algo pesado en la nuca y la obscuridad se apoderó de él. Cuando despertó estaba perdido, aturdido. Las manos atadas y un mordaza para que no gritara. Estaba acostado entre dos matas espinosas lejos del camino. No conocía el lugar. Siempre se quedaba cerca de la senda donde pasaban las mujeres, esperando que alguna pase sola. Condenado por violación en varias oportunidades, disfrutaba de salidas transitorias, que se les daba a los privados de libertad anticipándose a su liberación.
Me acerco al tipo y lo termino de atar a un pino, sentado para que me vea de frente.
-Me gusta matar ¿sabes? Es algo más fuerte que cualquier intento de detenerme de hacerlo. No, no te gastes en gritar, tendría que cortarte la lengua y va a ser un enchastre.
El hombre con los ojos desorbitados por el miedo deja de gritar con el trapo metido en la boca. Me seguía con la mirada, intentando adivinar que quería con él.
-Quizá con esto equilibre un poco las cosas, no es nada personal, ¿quién soy yo para juzgar? Pero en este momento te necesito, para dejar un mensaje. Vas a servir como un cartel de la ruta, indicando la velocidad o el lugar.
Cuando me acerqué con mi estuche de navajas y bisturíes intentó otra vez gritar, me causo mucha gracias como gesticulaba hasta que se puso rojo por el esfuerzo. Aproveché ese momento y corte la garganta, de oreja a oreja. Tuve la precaución de hacerlo de costado, para no mancharme con el chorro. Le sostuve la cabeza hasta que dejó de gorgotear y ese ruido horroroso que hacía tratando de respirar, cuando solo aspiraba sangre.
Esperé al último estertor y cuando quedó laxo completamente corté las ataduras y lo acosté sobre un colchón de agujas de pino que había preparado a unos pasos de ahí.
Saque unas tijeras paramédicas con las que corté la ropa. Busqué el esternón y comencé a cortar, apenas salían unas gotas de sangre. Abrí hasta el pubis. Saque todo lo que había en la cavidad abdominal y lo puse a un lado. Tomé aguja colchonera e hilo y comencé a cerrar el tajo. Me llevó un buen rato, con el frío costaba más. Saqué mi cuchilla de trozar y terminé de decapitar el cuerpo. Me puse a acomodar todo como yo quería, cuando terminé y miré me reí, realmente me reí. Es que era cómico.
Junté su ropa en una bolsa, me aleje unos buenos metros dentro del bosque y me cambié. Caminé cinco kilómetros por lugares inhóspitos hasta que encontré el lugar perfecto, cave un pozo donde puse toda su ropa y la mía, le tire encima la botella de cloro completa que eliminaría cualquier rastro genético y comencé la vuelta, con la brújula me guiaba, en ese lugar me habría perdido definitivamente. Llegue casi al anochecer, me llevó unas cuatro horas entre caminata y demás.
Un par de días después escuché en el informativo de canal 4 que una pareja de caminantes habían encontrado un cuerpo destripado. Conmocionados relataban al cronista que la escena era macabra, con los intestinos habían formado la palabra “Hola”, el cuerpo y la cabeza el signo de admiración.
Hola!
Un poco de humor negro para quien supiera leer entre líneas.
Su turno de mover.

CAPITULO 15 VENGANZA II

Se había dado cuenta que el placer de asesinar no solo estaba en el hecho de cometerlo y encubrir las huellas. También tenía que ver en el show. Al matar gente desconocida, quitaba el motivo, que era el primer indicio que tiene un investigador. Buscar el porqué de la víctima. El show que se armaba con el caso y la completa intriga de policías e investigadores que no daban con ninguna estrategia para encontrar al o los culpables. Por supuesto que en esa época era joven y cometía errores, pero eran tan imperceptibles que ni el consagrado Raúl Torre podría dilucidar ni hablar del Dr Osvaldo Raffo que le sería imposible encontrar una sola prueba. Pero llega un momento que el ego del asesino serial llega a su tope, a la cima, donde solo él decide quien vive o muere.
Y comienza a pensar en lo inimaginable. Saldar viejas cuentas con personas del pasado. Y ahí es dónde comete el primer error. El indicio. El motivo. Pasó hace varios años, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Aún siento el olor a humo, como si estuviera impregnado en mi nariz, o en mi mente. Pasé muchos meses pensando cómo sería el escenario, donde, cuando y lo principal, de qué forma le mataría. Era alguien del cual me venía reservando, a fuego lento. Esperando que la furia y la sed de venganza se fuera enfriando. Luego de casi nueve años de esperar, creí que fue suficiente tiempo de espera.
En capítulo anterior conté como me del padre, ahora era el turno del hijo, devenido en trabajador radial seguía con su vida habitual la inmundicia, como si nada hubiera pasado. Pero jamás pensaría que uno los tenía en la mente veinticuatro horas al día. Era solo cuestión de tiempo, paciencia. El joven seguía trabajando, como si nada, a pesar que debería haberse ido del país y esconderse por vergüenza en el agujero más profundo en el África. Pero ahí también hubiera llegado la punta de lanza, la llama que forjaría su alma putrefacta. Un asesino, mataría un homicida. El universo se equilibraría, aunque sea un poco. La nueva y tibia seguridad había llegado a la ciudad. Varias cámaras que se habían puesto en lugares estratégicos. Estratégicamente inútiles, claro. Ya que cualquiera que caminara un poco podría darse cuenta de las falencias en el posicionamiento de dichas cámaras. En la esquina de su trabajo había una tienda muy popular, sin cámaras de seguridad.
Tan fácil como dejar un pequeño paquetito que ardería en segundos. Mucha tela, mucha ropa de nylon. Mucho humo. Nada grave, pero si para distraer un poco. Mientras la gente miraba desde el otro lado de la calle como salía el humo y llegaban las primeras autobombas. Coincidía con la salida laboral del objetivo. Que también curioso y morboso, se juntó con la muchedumbre apretujada que observaba el siniestro. Ninguna cámara miraba en la dirección adecuada, a la calle, al incendio, a las esquinas. Pero ninguna enfocaba la esquina de enfrente. Ninguna cámara registró el instante exacto en que el punzón de acero moldeado perfectamente para esa tarea entró entre las cervicales hasta el fondo, suavemente como si fuera manteca. Sin gritos, ni sangre. Cuando el sujeto se desplomó, yo estaba a dos metros lejos de la situación. Caminé tranquilo, esquivando cámaras, gente y sus teléfonos, los noticieros en directo. Varias cuadras lejos dejé mi instrumento en un tacho de basura. Hubiera sido un hermoso trofeo para mi pared, junto a la foto de ella. Pero bueno, como ya les dije, no hay que dejar indicios. Y el círculo se cierra. Como dice el dicho, a todo chancho le llega su San Martín. Tarde o temprano. El frío acero de la muerte puede calar hondo.