martes, 28 de abril de 2020

CAPÍTULO 17 CUARENTENA

Esto pasó hace muchos años atrás, en la época de la pandemia. Fueron dos años dónde un virus fue el dueño indiscutido de los días y las noches, ya que se aplicó la ley de cuarentena, se nos prohibió salir de noche y de día teníamos las salidas permitidas por algún trabajo exclusivo o solo para compras de elementos esenciales para sobrevivir.
De día gobernaba el hastío y la pasividad y por las noches un eterno insomnio.
Yo pasaba horas resistiendo la tentación de salir, sabiendo que el patrullaje era intensivo. Nadie escapaba y terminaría preso y pagando una multa por salir en horas nocturnas.
Así que en mi mente se sucedían imágenes de asesinatos pasados y tejía una maraña de hipótesis de mi némesis. Tenía muy presente que de seguro el asesino sabía quién era yo. Esa sensación durante semanas que me observaban y no era el miedo de ser descubierto. Era algo más.
Ese algo más era como yo. Un frío asesino.
Era como jugar al ajedrez con un fantasma y este encierro me impedía seguir jugando. Y las ganas eran insostenibles, algo tenía que hacer. El temor a despertarme y que esté él, al lado de mi cama, mirándome, me ponía los pelos de punta. Tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Estaba estancado.
Cualquiera que haya leído sobre criminología sabe que siempre, el asesino vuelve al lugar de los hechos. Es algo que no resiste. En su mente comienza de a poco a germinar la semilla de la duda -¿habré escondido bien el cuerpo? ¿Dejé todo limpio?-
Quizá debiera empezar por ahí. Recorrer la zona dónde quizá nos cruzamos, tal vez encuentre algún indicio. Pero pasaron tantos meses. ¿Será posible que haya alguna pista?
En fin, los días pasaban y las noches se estiraban más que los días. Pensando y pensando.
Una mañana me decidí y preparé la moto. En auto no podía subir a la zeta, estaban los controles y era muy probable que me pararan y no podría justificar la salida. Pero en la moto podría subir por el arenal y esquivar cualquier móvil policial y miradas indiscretas. En la mochila cargué lo necesario y con un suspiro de ansiedad arranqué hacia la subida.
El día estaba lindo a pesar de ser finales de abril. Nublado de a ratos pero con sol cálido. Subí por los caminos alternativos solo para dos ruedas, no me llevó mucho tiempo, no más de diez minutos. No me crucé con nadie, ni siquiera con pobladores del Percy. Llego a un lugar bien cerrado, bajo de la moto y la cubro bien con la red de camuflaje que llevaba para eso y la terminé de cubrir con ramas secas de pino. A cinco metros nadie podría darse cuenta que estaba ahí. Comencé la caminata que sería de una hora más o menos. Con la brújula me guiaba haciendo zigzag, para no dejar ningún rastro de sendero con mis huellas. Paré varias veces para ver si me seguían. Pero era la única alma en un radio de un kilómetro por lo menos.
Cuando voy llegando tomo mis recaudos de observación. No quería cruzarme justo con alguno que se haya escapado de la cuarentena para hacer trekking y justo la casualidad del universo lo llevaba justo aquí.
El lugar estaba tal cual lo había dejado la última vez, tenía puestas algunas marcas y pequeñas trampas para ver si alguien alguna vez pasaba por ahí. Parecía que nadie osaba ir tan lejos en el bosque. El sendero más cercano estaba a dos kilómetros, era bastante.
Saco la pala de la mochila y empieza a cavar, después de un rato saco la bolsa con las cosas que usé la última vez. Que alegría ver que estaba todo, en mi interior tenía esa sensación de que él habría encontrado mi escondite. Era algo imposible, seguirme hasta ahí era algo que ni el mejor baqueano del mundo podría lograr.
Me puse los guantes y abrí la bolsa.
Sentí que el mundo se movía en cámara lenta. El tiempo se detuvo. Todo a mí alrededor comenzó a verse borroso, sentía como la sangre desapareció completamente de mi cara y a pesar de estar acalorado por haber abierto el pozo, tuve frío, pero un frío descomunal como nunca antes había sentido. Se me erizaron los pelos de la nuca y la cabeza. Me vino a la mente en ese instante la imagen de cuando se acaricia a un gato a contrapelo. Así sentí la cabeza. Mi boca quedó seca como una esponja, quise tragar saliva por el terror y no pude. Mi mano se estiró temblando como si tuviera el peor Párkinson del mundo y agarré un papel que estaba dentro de un folio de nylon. Sentí como se mojaba mi pantalón cuando abrí la hoja y leí lo que decía.
“¿Jugamos?”

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