Se había dado cuenta que el placer de asesinar no solo estaba en el
hecho de cometerlo y encubrir las huellas. También tenía que ver en el
show. Al matar gente desconocida, quitaba el motivo, que era el primer
indicio que tiene un investigador. Buscar el porqué de la víctima. El
show que se armaba con el caso y la completa intriga de policías e
investigadores que no daban con ninguna estrategia para encontrar al o
los culpables. Por supuesto que en esa época era joven y cometía
errores, pero eran tan imperceptibles que ni el consagrado Raúl Torre
podría dilucidar ni hablar del Dr Osvaldo Raffo que le sería imposible
encontrar una sola prueba. Pero llega un momento que el ego del asesino
serial llega a su tope, a la cima, donde solo él decide quien vive o
muere.
Y comienza a pensar en lo inimaginable. Saldar viejas
cuentas con personas del pasado. Y ahí es dónde comete el primer error.
El indicio. El motivo. Pasó hace varios años, pero lo recuerdo como si
fuera ayer. Aún siento el olor a humo, como si estuviera impregnado en
mi nariz, o en mi mente. Pasé muchos meses pensando cómo sería el
escenario, donde, cuando y lo principal, de qué forma le mataría. Era
alguien del cual me venía reservando, a fuego lento. Esperando que la
furia y la sed de venganza se fuera enfriando. Luego de casi nueve años
de esperar, creí que fue suficiente tiempo de espera.
En capítulo
anterior conté como me del padre, ahora era el turno del hijo, devenido
en trabajador radial seguía con su vida habitual la inmundicia, como si
nada hubiera pasado. Pero jamás pensaría que uno los tenía en la mente
veinticuatro horas al día. Era solo cuestión de tiempo, paciencia. El
joven seguía trabajando, como si nada, a pesar que debería haberse ido
del país y esconderse por vergüenza en el agujero más profundo en el
África. Pero ahí también hubiera llegado la punta de lanza, la llama que
forjaría su alma putrefacta. Un asesino, mataría un homicida. El
universo se equilibraría, aunque sea un poco. La nueva y tibia seguridad
había llegado a la ciudad. Varias cámaras que se habían puesto en
lugares estratégicos. Estratégicamente inútiles, claro. Ya que
cualquiera que caminara un poco podría darse cuenta de las falencias en
el posicionamiento de dichas cámaras. En la esquina de su trabajo había
una tienda muy popular, sin cámaras de seguridad.
Tan fácil como
dejar un pequeño paquetito que ardería en segundos. Mucha tela, mucha
ropa de nylon. Mucho humo. Nada grave, pero si para distraer un poco.
Mientras la gente miraba desde el otro lado de la calle como salía el
humo y llegaban las primeras autobombas. Coincidía con la salida laboral
del objetivo. Que también curioso y morboso, se juntó con la
muchedumbre apretujada que observaba el siniestro. Ninguna cámara miraba
en la dirección adecuada, a la calle, al incendio, a las esquinas. Pero
ninguna enfocaba la esquina de enfrente. Ninguna cámara registró el
instante exacto en que el punzón de acero moldeado perfectamente para
esa tarea entró entre las cervicales hasta el fondo, suavemente como si
fuera manteca. Sin gritos, ni sangre. Cuando el sujeto se desplomó, yo
estaba a dos metros lejos de la situación. Caminé tranquilo, esquivando
cámaras, gente y sus teléfonos, los noticieros en directo. Varias
cuadras lejos dejé mi instrumento en un tacho de basura. Hubiera sido un
hermoso trofeo para mi pared, junto a la foto de ella. Pero bueno, como
ya les dije, no hay que dejar indicios. Y el círculo se cierra. Como
dice el dicho, a todo chancho le llega su San Martín. Tarde o temprano.
El frío acero de la muerte puede calar hondo.
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