miércoles, 1 de agosto de 2018

CAPITULO 15 VENGANZA II

Se había dado cuenta que el placer de asesinar no solo estaba en el hecho de cometerlo y encubrir las huellas. También tenía que ver en el show. Al matar gente desconocida, quitaba el motivo, que era el primer indicio que tiene un investigador. Buscar el porqué de la víctima. El show que se armaba con el caso y la completa intriga de policías e investigadores que no daban con ninguna estrategia para encontrar al o los culpables. Por supuesto que en esa época era joven y cometía errores, pero eran tan imperceptibles que ni el consagrado Raúl Torre podría dilucidar ni hablar del Dr Osvaldo Raffo que le sería imposible encontrar una sola prueba. Pero llega un momento que el ego del asesino serial llega a su tope, a la cima, donde solo él decide quien vive o muere.
Y comienza a pensar en lo inimaginable. Saldar viejas cuentas con personas del pasado. Y ahí es dónde comete el primer error. El indicio. El motivo. Pasó hace varios años, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Aún siento el olor a humo, como si estuviera impregnado en mi nariz, o en mi mente. Pasé muchos meses pensando cómo sería el escenario, donde, cuando y lo principal, de qué forma le mataría. Era alguien del cual me venía reservando, a fuego lento. Esperando que la furia y la sed de venganza se fuera enfriando. Luego de casi nueve años de esperar, creí que fue suficiente tiempo de espera.
En capítulo anterior conté como me del padre, ahora era el turno del hijo, devenido en trabajador radial seguía con su vida habitual la inmundicia, como si nada hubiera pasado. Pero jamás pensaría que uno los tenía en la mente veinticuatro horas al día. Era solo cuestión de tiempo, paciencia. El joven seguía trabajando, como si nada, a pesar que debería haberse ido del país y esconderse por vergüenza en el agujero más profundo en el África. Pero ahí también hubiera llegado la punta de lanza, la llama que forjaría su alma putrefacta. Un asesino, mataría un homicida. El universo se equilibraría, aunque sea un poco. La nueva y tibia seguridad había llegado a la ciudad. Varias cámaras que se habían puesto en lugares estratégicos. Estratégicamente inútiles, claro. Ya que cualquiera que caminara un poco podría darse cuenta de las falencias en el posicionamiento de dichas cámaras. En la esquina de su trabajo había una tienda muy popular, sin cámaras de seguridad.
Tan fácil como dejar un pequeño paquetito que ardería en segundos. Mucha tela, mucha ropa de nylon. Mucho humo. Nada grave, pero si para distraer un poco. Mientras la gente miraba desde el otro lado de la calle como salía el humo y llegaban las primeras autobombas. Coincidía con la salida laboral del objetivo. Que también curioso y morboso, se juntó con la muchedumbre apretujada que observaba el siniestro. Ninguna cámara miraba en la dirección adecuada, a la calle, al incendio, a las esquinas. Pero ninguna enfocaba la esquina de enfrente. Ninguna cámara registró el instante exacto en que el punzón de acero moldeado perfectamente para esa tarea entró entre las cervicales hasta el fondo, suavemente como si fuera manteca. Sin gritos, ni sangre. Cuando el sujeto se desplomó, yo estaba a dos metros lejos de la situación. Caminé tranquilo, esquivando cámaras, gente y sus teléfonos, los noticieros en directo. Varias cuadras lejos dejé mi instrumento en un tacho de basura. Hubiera sido un hermoso trofeo para mi pared, junto a la foto de ella. Pero bueno, como ya les dije, no hay que dejar indicios. Y el círculo se cierra. Como dice el dicho, a todo chancho le llega su San Martín. Tarde o temprano. El frío acero de la muerte puede calar hondo.

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