Me sentía intranquilo, darme cuenta que había otro asesino como yo en
las cercanías me quitaba el sueño. Imposible saber quien fue y los
motivos. No parecía la escena preparada de antemano, sonaba más a los
primeros pasos de un asesino a sangre fría. Así me sentí yo mismo al
principio. La adrenalina que no te dejaba pensar, ahogándote de placer,
obnubilando la mente. Tenía que sacarme de la mente estos pensamientos y
sobre todo porque me imaginaba que pasaría si salía a la luz los
primero cadaveres que dejara por ahí. Habría una investigación completa,
a fondo, en donde seguro que saltarían las estadísticas, que hasta el
momento a nadie le interesaba. Lo bueno de vivir en este país, es que a
nadie le interesa que le pasa al otro. Si desaparece alguien, no pasa
nada. Desaparecía mucha gente en los alrededores, en el campo y nadie se
ha enterado, no salen en los medios, no hay investigadores, no hay
interés por parte del estado en investigar, tienen demasiado trabajo con
los robos, como para meter mano en algo más problemático. Pero
necesitaba salir, tenía sed de adrenalina, hambriento y no solo de
sangre. Cuando me proponía y ya tenía una víctima en mente, comenzaba el
juego del gato y el ratón. Había tomado el gusto de investigar al
blanco, pero ya no de lejos, casi rozando con la interacción directa. Le
seguía de cerca y coincidía en algunos lugares, donde no hubieran
cámaras de seguridad, donde no fuera conocido por empleados o clientes.
En algún mercado, tienda, inclusive en la calle con un "buenos días" de
saludo al pasar. Me gustaba cazar, sentir la presa, olerla y tocarla sin
que se den cuenta, marcando mi terreno, mi premio. Y así estaba días
después más tranquilo ya, sin tantos nervios de que apareciera algún
cuerpo a medio esconder y que las autoridades tuvieran que pasar la lupa
por la ciudad. Un hombre de mediana edad compraba en una verdulería
cerca del centro, al cruzarnos las miradas nos saludamos siendo
desconocidos, como es costumbre aún en esta ciudad a pesar del gran
crecimiento y que ya no nos conocemos con todo el mundo.
Un profesor
de inglés recién llegado a la ciudad según loq ue había averiguado,
divorciado huyendo de un matrimonio donde la violencia era moneda
corriente. Luego de varias denuncias y un juicio favorable hacia la
mujer, no le quedó más que huir a la patagonia, a un pueblo perdido en
la cordillera, donde no fuera conocido y en donde podría empezar de
cero.
Me gustó bastante la imagen que hice en mi mente con lo que haría, hacía rato que pensaba en hacer algo distinto.
El hombre con la llave puesta en la puerta de su casa en el preciso
instante que la estaba abriendo, se da vuelta al escuchar el ruido
típico de una bolsa al romperse y escuchó la puteada que dije cuando las
manzanas se desparramaron en su vereda, algunas rodaron incluso por la
puerta de rejas de la entrada, que conveniente.
Como me reconoció al
instante de la verdulería y al habernos cruzado muchas veces en
semanas, había creado una familiaridad. Eso de conocer a una persona por
la cotidianeidad con la que interactuas, visualmente sin contacto
directo. Hasta el día que cruzás esa lejanía con las palabras. El
cerebro automáticamente guarda esas imágenes, donde las atesora, asimila
y compara con el medio ambiente que nos rodea. Donde las usa
principalmente para descartar el peligro. Luego de eso, es el
reconocimiento facial y corporal, por último la asiduidad que lo da
continuamente cruzarte varias veces con la misma persona, abre la
comodidad y la tranquilidad de que es un par, igual a vos.
Al
agacharse para ayudarme a juntar la fruta que se había desparramado de
la bolsa rota, el hombre no se preguntó como llegué alli a varias
cuadras de su casa, solo recordaba en ese instante que me habíamos
cruzado un saludos minutos antes. Le miré con la culpa de la verguenza
que da estos accidentes y cuando él correspondió con una risita
incómoda, saqué de mi bolsillo la picana eléctrica y se la apliqué en el
tobillo, donde dejaría una marca, pero conociendo al forense local, ni
se percataría ni creería que tendría esa marquita alco que ver con el
muerto.
Ni siquiera el hombre pudo gritar, la electricidad contrae
todos los músculos del cuerpo, todo. Incluso la lengua se crispa de tal
forma que no se puede usar ni para tragar saliva, durante unos segundos
claro. A veces puede suceder un desmayo, pero a la mayoría le pasaba lo
mismo, parálisis corporal, perdida total del movimiento, imposibilidad
de coordinación, desorientación, incapacidad para pensar coherentemente.
Aprovechando todo esto lo agarro de las axilas y lo levanto para que al
arrastrarlo hacia dentro de la casa no queden marcas en el piso. Antes
de cerrar la puerta, miro que todo esté trnaquilo en la calle. Una vez
dentro saco un frasquito con cloroformo y unas gotas en la naríz para
que duerma lo necesario hasta que esté todo listo.
Cuando el tipo se
despierta media hora después le llevó poco rato darse cuenta de la
situación. Porque primero el cerebro intenta dilucidar que le pasó y
luego que es lo que está pasando ahora. Cuando está en situación de
peligro el cerebro manda oleadas de adrenalina que limpia el sistema y
lo prepara para huir o luchar y eso depende del carácter de la persona.
Algunos pelean, quizá los más debiluchos de cuerpo, pero de carácter
fuerte, líderes con capacidad de mandar. Otros huyen, gritan pidiendo
ayuda, se quedan paralizados, lloran o directamente se entregan y ya no
les importa nada. Este era ese caso.
Yo estaba sentado en un sillón
mirándo sus reacciones, pude ver en sus ojos y en su cara como iba
pasando por todos los estadíos mentales y emociones. Intriga, miedo,
desesperación, pasividad ante lo inevitable, en pocos segundos sintió lo
que la mayoría no lo vive si no hasta el final de una alrga vida.
Cuando mira a su alrededor, buscando al culpable de si situación, me
encuentra sentado muy sonriente. Al verme así tan cómodo, él también
pudo leer en mis ojos y en mi cara mis emociones. Y vió placer, el
placer de ver morir a alguien. Y ahí se dió cuenta en ese instante que
no valía la pena luchar.
Se vió a si mismo y en ese paneo mental de lo que pasaba se dió cuenta que todo esfuerzo solo aceleraría lo inevitable.
Estaba sentado en una silla contra una columna, atado a ella con cinta
adhesiva a la altura de los brazos, de esa forma no deja ninguna marca
en la piel. La boca también encintada, pero forrada en tela, así tampoco
dejaba marcas ni huellas. La experiencia me llevó a inventar
herramientas de trabajo más útiles. Me pongo detrás de él y calculando
la fuerza y la altura, sabiendo que es diestro, le hago un corte
profundo en la muñeca izquierda donde comienza a manar sangre, pero no a
chorros. Cambio de mano y con el mismo cuchillo pero con mi mano
izquierda le hago varios cortes dispares en la muñeca derecha, creando
así la apariencia que herido y con la zurda hizo pobres intentos de
cortes. esta situación lleva minutos, pero quería eso, tiempo. Me senté
frente a él y nos miramos mientras se le escapaba la vida. No había
preguntas, ni odios, ni miedos en su mirada, solo aceptación. Cuando
llegó el momento del desmayo final, que era la aproximación a la muerte,
le quité las ataduras y acomodé las manos para que las salpicadas de
sangre coincidieran con sus movimientos. Lo acomodé en la silla y lo
solté, para que el cuerpo laxo tenga una caída natural. Cayó pesadamente
y el cuchillo se deslizó con él. Esperé a su lado hasta que el último
suspiro salió. Revisé todo, limpié mis posibles huellas, acomodé algunas
cosas, tomé sus compras, las mías. Y me fuí. Tiempo después escuché en
el informativo de la tele que lo habían encontrado en su casa semanas
después de muerto. Nadie lo había extrañado.
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