Después de esa tarde de lluvia se puso a pensar mucho.
¿Había otro asesino en la zona además de él? Quizá haya sido una casualidad y
ese asesinato fuera una venganza, algo planeado motivado por la furia. No por
las ganas de ver sangre. Seguí con mi vida, pero me sentía desnudo, como si
alguien más pudiera sentir lo que yo vivía al matar. Cuando salía de casa me
sentía perseguido, como si me observaran, pero sabía que eso era imposible,
nadie me había visto ni siquiera el asesino del kayakista, era solo mi paranoia.
¿Lo era?
Motivado por la sed que crecía día a día, tuve que volver
a salir en busca de mi alimento mortal. Supe que andaban un par de rateritos,
carteristas que asolaban cierto barrio. Esta era una oportunidad de hacer un
mal y un bien al mismo tiempo. Me preparé y salí en busca de mi paz.
Un hombre caminaba y tropezaba cada tanto con las
paredes, evidentemente estaba ebrio. Fumaba y trataba de coincidir el
cigarrillo con su boca. La vereda parecía llena de obstáculos precisamente para
que el pobre hombre se tropezara con ellos. Era una escena cómica digna de una
película. Esta situación no pasó desapercibida para dos jóvenes. Comenzaron a
seguirlo y observarlo de lejos, cuando el borracho llegó a la esquina se apoyó
en una pared, parecía que estaba orinando.
Aprovecharon esa pausa para acercarse y entre los dos le
agarraron de los hombros lo dieron vuelta para empujarlo contra la pared, en
sus manos relucían cuchillos, los cuales movían en el aire para amedrentarlo.
El ebrio temblando de miedo metió una mano en su chaqueta
para darle la billetera. Del bolsillo sacó un bisturí que cortó la garganta de
uno como si fuera manteca y el otro recibió un tajo en la yugular, todo pasó en
un segundo. Mientras los ladrones se desangraban en el piso, sin poder emitir
ni un ruido por sus cuellos rebanados, el ebrio limpió el bisturí con un trapo
y lo guardó en una bolsa dentro de su chaqueta. Se fue y mientras prendía otro
cigarrillo pensaba en el asesino del lago.
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