miércoles, 16 de julio de 2014

CAPITULO 8 LA CLINICA



Hace unos años ya, no importa cuantos, tuve que someterme a una cirugía, aunque de carácter menor estuve dos días internado. Luego del primer día de operado me sentía muy bien, caminaba por toda la habitación más por aburrimiento que por necesidad de retomar fuerzas. Lo que me dí cuenta estando internado, es que la clínica apenas si tenía dos enfermeras para cuidar a todos los enfermos en el turno noche. Eso me dio una idea y aprovechando que cada una estaba en una habitación realizando su trabajo que le llevaba alrededor de diez minutos.
Unos pocos metros de mi habitación estaba terapia intensiva. Como ya había dado unas vueltas sin que me vean para tantear el terreno y ver quienes estaban en ese cuarto, conocía muy bien el lugar.
Cuando entré por las puertas dobles de vidrio, que mantienen libre de virus y bacteria la zona, sentí el olor a limpio, un aroma especial que solo se siente en lugares con asepsia al cien por ciento. Y el ruido, el ruido de un respirador que resoplaba el aire que ese paciente no podía hacerlo por sus propios medios. Había tanto silencio que casi podía oír las gotas del suero golpeando al caer. Solamente estaban dos personas, dos viejos. El que estaba más cerca de la entrada estaba conectado con varios sueros, supongo que con distintas medicaciones y calmantes, pero el otro que estaba más alejado era el que usaba el respirador. Hacia él apunte mi mirada, tenía que pensar rápido que haría, no quería que me pescaran con las manos en la masa.  El hombre que yo pensaba estaría en coma o simplemente dormido, en realidad estaba con los ojos bien abiertos mirando el techo. A pesar de tener el respirado y varios tubos que salían de su cuerpo no se lo veía tan mal. Cuando me acerqué notó mi presencia y cambió de posición para mirarme. Se sorprendió un poco al verme con la bata de enfermo, quizá habrá creído que era una enfermera. Nos miramos un momento eterno, que duro un abrir y cerrar de ojos. Y encaré a la maquina que controla al respirador, miré todos los botones (estaban en inglés) hasta que encontré el que apagaba la alarma sonora y el botón de apagado. A todo esto el hombre seguía atentamente mis movimientos. La mirada era más de curiosidad que de temor, eso me intrigó. Así que lo miré fijamente mientras apagaba la alarma sonora. Y puse el dedo en de apagar el respirador. Yo creo que desde que entré en el cuarto hasta ese momento habrán transcurrido tres minutos, o diez horas, nunca lo supe.
El viejo sonreía. Le pregunté si quería que apague el respirado. —Vas a morir —le dije.
El hombre seguía sonriendo y asintiendo con la cabeza. Eso quería. Deseaba que terminara con esa tortura. Lo pensé un momento y volví a prender la alarma. Le acaricié la cabeza. Me acerqué hasta su oído y le susurre. —Dejándote vivo, te di muerte.
Retrocedí y me fui a mi cuarto, antes de salir lo miré. A pesar de la mascarilla de oxígeno y los tubos que salían de su garganta pude darme cuenta que lloraba.
Al otro día a la mañana me dieron el alta, luego que me vestí y agradecí al médico y a las enfermeras, me escabullí hasta terapia intensiva.
La cama del viejo estaba vacía.


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